jueves, 9 de junio de 2011

La ficción del wi-fi

“…si es cierto que el fluido eléctrico entra en la economía de la vida humana, y es el mismo que llaman fluido nervioso, el cual excitado subleva las pasiones y enciende entusiasmo, muchas disposiciones debe tener para los trabajos de la imaginación el pueblo que habita bajo una atmósfera recargada de electricidad hasta el punto que la ropa frotada chisporrotea como el pelo contrariado del gato.”
Sarmiento: Facundo

La fuerza se disipa (en el viento), el pensar se retarda (en las nubes): ahí colgada en la atmósfera, o pendiente del aire, acecha la maraña de luz, despliegue sutil de pulsos eléctricos que fugan, se esfuman y esperan –inalámbricos, espectrales, descarnados.
El entrópico itinerario de una huida electrizante, el roce volátil e inflamable, la imperceptible resistencia que carga el aire, el estallido deslumbrante y el ruido explosivo configuran, desde luego, la tormenta eléctrica.
Emerge la máquina: artefacto, construcción, tecnología. En razón de su carácter híbrido y plegable, la intermediación de la máquina es decisiva: módem médium. La máquina funge de τέχνη: hace posible la ἀλήθεια del soporte virtual, conforme prescribe para dicho des-ocultamiento, algunas condiciones.
En principio, el régimen de trabajo de la máquina se subordina a la rigurosa observancia de una estricta dieta, a saber: energía eléctrica (cantidad suficiente).
Luego, tiempo del trabajo de campo: en lo profundo de la máquina, diminutos monstruos nómades de plástico y silicio se aplican a cazar y recolectar (λέγειν) los fragmentarios vestigios de una escabrosa ruta obstinada en extraviarse en el aire, líneas fugitivas que resignan la fuga, resisten la dilución, abrazan la supresión.
Reinventando tan esquivos rastros, un código (binario) bosqueja una cartografía de impasibles interruptores que trazan la travesía de la emergencia de aquella mínima fuerza en suspensión.
Entonces, interacción: la máquina procede a replicar e irradiar al aire lo cartografiado en sus entrañas, en función de los parámetros audiovisuales y la jurisdicción lógica eventualmente definidos por el usuario. Push the button por acá, clic más allá, y la máquina es obligada a hablar. Una presión tenue, aplicada con higiénica precisión –y se da la data.
De tal modo, la máquina configura algo así como una prótesis categorial, un órgano cognitivo, un velo intertextual que ofrece el abordaje a una dimensión de otro modo (de momento) inaccesible, intraducible, incomprensible –y en definitiva, absolutamente insospechada.
De hecho, la función por excelencia de la máquina consiste en la traducción, entendida como una escritura que bordea con palabras el agujero, la brecha o el afuera (irreductible, insaturable, inagotable) de la diferencia.
Así, la máquina convierte la letra en número y el número en fotón; y viceversa: etéreos cristales de ámbar o nervios en dispersión que transmutan, metaforean, truecan en flujos bulliciosos, píxeles asmáticos, cenizas de colores: ondulantes figuras pasajeras, semblantes advenedizos que paladean el vértigo, susurran su caducidad, presienten un exilio. 
Alojándose entonces en el límite mismo de la representación (ahí donde la frontera de lo político se juega en la porosidad de la piel) se inscriben los efectos de una suerte de fuerza débil que, no obstante, termina por trastornar el tráfico de partículas, enrarecer la composición de la atmósfera, transformar la economía del cuerpo.

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