jueves, 9 de junio de 2011

De telas de araña y crímenes metafísicos

Es sabido que Nietzsche hace referencia a los filósofos metafísicos mediante la figura de la araña. Ya sea a través del símbolo de las tarántulas y de las arañas cruceras en Así habló Zaratustra, o de la imagen genérica mentada en obras como Aurora, Más allá del bien y del mal y El Anticristo, por nombrar sólo algunas, la araña aparece siempre ligada de alguna manera a la metafísica. ¿Qué nos quiere decir Nietzsche con esta metáfora? Mejor aún, ¿qué podemos decir nosotros a partir de ella?
La araña teje su tela finísima y resistente, invisible y estratégicamente dispuesta. En la confección de la red, la araña trama una muerte; en la invisibilidad del entramado encubre la trampa - y con ella el crimen: un procedimiento, a los ojos de Nietzsche, meticuloso, astuto y mezquino. El crimen de la araña presenta dos aspectos: uno concreto, la vida de la presa consumida, devorada; otro, simbólico: la muerte del movimiento, detenido, aprisionado, en-redado. Para la araña, en definitiva, el acto de tejer no es más que un acto de supervivencia, la inevitable consecución del alimento.
Pero el acto de tejer, ¿no es también (y sobre todo) un acto de escritura?
Con la preciosa tela del lenguaje, el filósofo metafísico hace exactamente lo mismo: teje su texto, sus argumentos, su decurso. La metáfora nietzscheana nos señala entonces un sentido: en el discurso metafísico también se trama una muerte, y en la complejidad del entramado, en la lógica de su gramática, la muerte permanece oculta, el crimen encubierto. Araña y metafísico no sólo comparten el hecho del crimen, sino también la víctima: en la superficie de la escritura, el movimiento se ha detenido en la inmutabilidad del grafo; en el trasfondo del discurso, el devenir ha muerto a manos de su negación más radical, el fundamento[1]. Meticuloso, astuto y mezquino, el metafísico encubre su crimen, no mediante una lógica de ocultamiento, sino, al contrario, en una presencia de la más palpable obscenidad. El fundamento representa el encubrimiento, llevado a cabo con éxito, del crimen ya realizado. Este disimulo consiste en no reconocer que el fundamento emerge como resultado de una violencia extrema sobre el inaprensible y fugaz devenir; violencia que, por cierto, resulta para el metafísico tan necesaria e inevitable como el alimento para a la araña[2]. Solamente a partir de un basamento de este tipo es posible levantar y sostener las “catedrales de conceptos” que la metafísica construye “sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre agua en movimiento”[3]. El crimen de la metafísica: negar absolutamente el devenir; el encubrimiento del crimen: omitir en el fundamento su carácter de invención, de “error irrefutable”. Si bien constituye una empresa imposible, escribe Nietzsche: “un intelecto […] que viese el flujo del devenir, rechazaría […] todo estar condicionado por otra cosa[4].
Como puede constatarse, la metáfora nietzscheana pone en relación el pensamiento metafísico con el insólito ámbito de lo criminológico y legitima, por lo tanto, una sucinta analogía entre metafísico y criminal.
El crimen es siempre objeto de censura: hay que eliminar todo indicio que señale en dirección a él, no dejar cabos sueltos, hacer como si no hubiera ocurrido nada. En el “hacer como”, el criminal simula la inexistencia del crimen, el cual siempre permanece debajo, encubierto. Esta permanencia, al mismo tiempo, imposibilita su eliminación definitiva, la perpetración del crimen perfecto. Porque existe la constante posibilidad de su des-cubrimiento, la mejor manera de "ocultar" el crimen, el punto más cercano a su perfección, consiste en naturalizarlo, es decir, dejarlo a la vista como un acontecimiento evidente aunque despojado de su criminalidad; constantemente presente y a pesar de ello, o mejor dicho, justamente por ello, también ausente[5].
El pensamiento metafísico en general podría interpretarse como la persecución del crimen perfecto, en la medida en que la proposición del fundamento constituye un intento por naturalizar el crimen. En efecto, el resultado de la violencia extrema sobre el devenir, el fundamento mismo, es exhibido por el discurso metafísico como lo “realissimum”, la esencia del mundo, con lo cual la metafísica no hace otra cosa que naturalizar en un gesto extremo aquel crimen originario, que a partir de entonces permanecerá sustraído a la vista. Por medio del fundamento, el metafísico deja descubierta la estocada mortal propinada al devenir, pero al mismo tiempo diluye la marca criminal. Su tarea es ahora la de un tejedor de argumentos, un constructor de sistemas. El imperativo propio del criminal de no dejar cabos sueltos explica el modo en que la metafísica ha modelado su discurso en forma de sistema: hay que unir, atar, remendar aquello que no encaja de por sí en la matriz, aquello que, eventualmente, pueda llegar a ser indicio del crimen. Todo sistema metafísico se asemeja a una gran coartada tramada alrededor del fundamento, la “puntada arquidémica”, y orientada a borrar los posibles rastros del siniestro.
El crimen perfecto es siempre un objetivo, nunca una realidad: queda siempre la sospecha – y el temor – de algún indicio latente. Aparece entonces la posibilidad de rastrear en la textura metafísica elementos que señalen en dirección al crimen, esto es, que permitan interpretar el fundamento como ficción y reliquia del devenir. Para lograr este fin baste quizás con hacer acopio de algunos indicios que, en el mismo acto de señalar en otra dirección que no sea el fundamento, pongan en evidencia la contingencia del mismo y sirvan para “mostrar la hilacha”. De este modo será posible acaso seguir un “hilo conductor” hacia – ¿un más allá del fundamento?


[1] Como afirma Heidegger (“De la esencia del fundamento” en ¿Qué es metafísica? y otros ensayos, Buenos Aires, Ed. Fausto, 1996, p. 62), la proposición del fundamento, expresada en el principio de razón suficiente (nihil est sine ratione), es la cuestión central de la metafísica aún cuando no se la trata explícitamente. Consecuentemente, el acto de postular un fundamento determina a un metafísico como tal.
[2] Nietzsche concibe todo lenguaje como tergiversación necesaria del devenir. De sus observaciones se infiere, sin embargo, que la violencia implícita en dicho falseamiento (presente en cada palabra y en la gramática que las articula) no tiene por qué llegar a los extremos de negar absolutamente el cambio, como en el caso del fundamento metafísico.
[3] Nietzsche, Friedrich, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Madrid, Tecnos, 1998, p.27.
[4] Ibid., p. 199 (§112); la cursiva es mía.
[5] Acaso en este sentido se dirija la sentencia de Baudrillard: “La perfección del crimen reside en el hecho de que siempre está ya realizado –perfectum” (El crimen perfecto, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 5).

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