jueves, 9 de junio de 2011

I

"'Subjetividad' […] designación elegida
Como para salvar nuestra parte de espiritualidad.
¿Por qué subjetividad, sino para descender al fondo del sujeto
Sin perder el privilegio que éste encarna,
Esa presencia privada que el cuerpo, mi cuerpo sensible,
Me hace vivir como mía?
 Pero si la pretendida “subjetividad”
Es el otro en lugar de mí,
No es subjetiva ni objetiva,
el otro no tiene interioridad,
lo anónimo es su nombre, el afuera su pensamiento…"
Blanchot: La escritura del desastre

La filosofía ha sido asediada por pensamientos mezquinos, expresiones de “célebres” doctos, comediantes de la filosofía, “bufones solemnes del mercado”. Pensadores alejandrinos, seniles bibliotecarios que emanan el tufillo propio de libros antiguos; meros exegetas que presiden “prestigiosos” congresos, aquelarre de intelectuales vacíos carentes de pasión, solo abocados a las erratas de la imprenta. El filósofo debe escindirse de sus circunstancias, extrañarse de su siendo-en-el-mundo. Cuanto más racionalizada, soberbia y carente de inocencia sea la concepción sobre la existencia, mayor podrá ser la presunción de perspicacia e intelectualidad: en ella no hay intervención alguna de los impulsos, las pasiones, los instintos; manifiestos enemigos del Λόγος filosófico. Tales concepciones desarraigadas y desnaturalizadas por la tiranía de la razón “niega[n] la sabiduría allí donde está el reino más propio de ésta”[1].
Pensamiento situado exige la filosofía. Hallarse en estado de abierto y dejarse decir por lo que acontece; no obstante, asumir la propia lógica que articula el logos. No mera expectación sino indisciplina; no arraigamiento sino desnudez e intempestividad. La filosofía debe impeler a un pensamiento que tenga lugar en un pasado mañana. Mas, en absoluto implica una contemplación sub specie aeternitatis respecto del hombre y su siendo-en-el-mundo; por el contrario, es menester el desarrollo de una ontología actual, la obligación de pensar y violentar lo que acontece y el modo de darse lo que acontece. “[...] el deber digo bien, EL DEBER del escritor, del poeta, no es ir a encerrarse cobardemente en una texto, en un libro, una revista de los que ya nunca más saldrá, sino al contrario salir afuera para sacudir, para atacar a la conciencia pública si no ¿para qué sirve? ¿Y para qué nació?[2] 
Nuestra situación histórico-esencial impele una reflexión sobre el pensamiento tecnológico y el modo en que deseamos inter-venir en este advenimiento sintomático de la cultura. Corresponde establecer un marco humano, muy humano al darse de este acontecimiento a fin de no concebir esta emergencia cultural como una creación ex nihilo sumiéndonos en un nihilismo pasivo que en la añoranza de un νόστος tiende hacia la nada. Toda creación-producción tecnológica responde a una τέχνη του βίου, a una imperante necesidad de existencia y, en cuanto tal, se encuentra respaldada ontológicamente... ¿más allá del bien y del mal? En tanto τέχνη, el saber hacer tecnológico es un traer-ahí-delante, un hacer-aparecer en las inmensidades del ente (τα  όντα) y, por ende, susceptible de un diálogo, un decir (λόγος) que procure una  “hendidura” (διά), un tajo (“abrir un dossier”, según la expresión barthesiana).
“[…] la metafísica clásica, basada en la combinación de una ontología monovalente (el Ser es, el No-Ser no es) y una lógica bivalente (lo que es verdadero no es falso, lo que es falso no es verdadero, tertium non datur) lleva a la incapacidad absoluta para describir en términos ontológicamente adecuados fenómenos culturales…”[3]. En efecto, advenimos a una re-volución en lo que la interpelación de la metafísica occidental respecta. Los pensadores clásicos intentaron fundamentar su concepción metafísica, en tanto onto(teo)logía, esgrimiendo reflexiones diversas que, no obstante, confluían a una misma aporía suscitada: ¿cómo “participa” la apariencia, mera μύμησις, de lo real, y en tanto real, de la αλήθεια? O bien, ¿de qué modo el mundo verdadero fundamenta al mundo aparente? La historia de Occidente se ha erigido en torno a este interrogante fundamental. Mas, si la gramática es subsidiaria de una ontología hemos de interpelar nuestro presente invirtiendo el mencionado interrogante, cimiento de la metafísica clásica: ¿cómo el “mundo aparente” fundamenta y le procura sentido y significación al “mundo verdadero”? Asimismo, surge la inminencia de un nuevo interrogante: ¿cómo discernir el “mundo verdadero” del “mundo aparente”?
El futuro llegó hace rato, y nuestra inter-vención en aras a no permanecer en la siempre nihilista miopía ante lo que ya es deviene imprescindible. Cabe inter-rogar(se): ¿Habrá advenido el hombre, en tanto hombre de la concepción humanista a su propia “muerte”? ¿Hemos de caminar iluminados por el débil fulgor de una vela intentado hallar al Hombre? Pequeñas grietas y nuevas reflexiones comienzan a gestarse. Hemos de asumir la tarea de pensar los modos de subjetivación que han de desplegarse a partir de la inminente muerte del hombre acontecido en el instante mismo de la muerte de Dios, tal como el pensamiento de Nietzsche hubo de augurar. La experiencia de la cultura, exige de suyo una interpelación donde lo humano (el hombre) se halle en entre-dicho.
Conforme las tecnociencias contemporáneas impelen, en detrimento de la concepción sacra manifiesta en la tradición prometeica, a una “profanación” del cuerpo en su anhelo de salvar su finitud y precariedad ontológica, las escisiones orgánico-inorgánico, natural-artificial, realidad-virtualidad, comienzan a devenir difusas y estériles. El cuerpo careciendo de la prioridad ontológica de antaño deviene obsoleto, mera materia prima manipulable en aras al advenimiento de una nueva manifestación del cuerpo que desafía nuestro pensar y actuar “tradicionales”, barruntando el imaginario sapiencial heredado: el hipercuerpo, el cuerpo de la expansión técnica, el darse, en el hipermundo, del hipocuerpo in-situ-en-el-mundo.
Dispositivos de poder y formas de saber comienzan a gestar perfiles de información, nuevas subjetividades que redundan y se manifiestan en el hipocuerpo y en su siendo-en-el-mundo. El ídolo, la “apariencia”, el darse del hipocuerpo en el hipermundo deviene el (in)fundamento, el (kein)Grund del “mundo verdadero”.


[1] Nietzsche Friedrich, El nacimiento de la tragedia, Buenos Aires, Alianza, 2007, p. 222
[2] Artaud Antonin, Carta a los poderes, Buenos Aires, Argonautas, 1988, p. 3
[3]Sloterdijk Peter, "El hombre auto-operable. Notas sobre el estado ético de la tecnología génica", en Revista Sileno, n°11, Madrid, 2001, p. 84.

2 comentarios:

Py tea dijo...

El mundo es el abismo del alma... eso tambien me suena a Artaud. Buena sorpresa Toto. Un abrazo!!

perros en bote dijo...

Gracias. Espero la continuación del texto genere nuevas y gratas sorpresas, así tambien desencanto y debate. Un abrazo