La Biblioteca de Babel borgiana persigue el sueño romántico de la
contención de todo libro posible, todo escrito imaginable; cualquier
combinación posible de signos ya ha sido prevista en algún volumen que la
contenga; independientemente de la lengua que se utilice, o incluso de que se
utilice lengua alguna. Veinticinco es el número de signos ortográficos: ni
guarismos ni mayúsculas; puntuación reducida al punto y a la coma, las
veintidós letras del alfabeto y el espacio: la ausencia de caracteres es aquí un
signo ortográfico[1].
Maurice Blanchot[2], en
un gesto que resulta muy borgiano, señala que los textos se configuran, no a
partir de los caracteres-letra que los compongan, sino en torno a los signos de
puntuación. Signos valiosos por su no representatividad, por la discontinuidad
disruptiva que no cesa de irrumpir en el texto, de modo que presentiza un vacío
nunca enteramente presente, en todo caso siempre acechante y desgarrador. Este
vacío, que abre la escritura a su propia diferencia a través de un signo que es
y no es escritura, irrumpe en el trazo sin huella como lo aún no señalado del
lenguaje, lo constantemente excluido. La escritura se abre esencialmente a lo
no pensado, a lo innominable, a lo no representable —incapaz de pasar al
lenguaje— justamente en el mismo movimiento en que deja de ser escritura, para
ser espacio abierto, vacío, impulso…
¿Será en este vacío en donde se halle la posibilidad de un pensamiento
que se aleje del mandato aristotélico? ¿Será esta diferencia la que permita
morar poéticamente en el lenguaje? El vacío el reverso de la escritura, hiato en
el entramado, experiencia de un afuera silenciosamente palpitante, y aún la
experiencia de la escritura desencarnada, el entramar mismo, la faz escribiente
de la propia escritura… Huimos de nosotros mismos hacia la confluencia de la
escritura, y la escritura sin embargo nos llama y nos llama en cuanto
hombres, llamado abisal de
lo no pensado: el vacío como apertura esencial al tercero excluido.
La palabra se reconoce en el abismo que
ha sido abierto por ella misma y se hace palabra poética. ¿Y qué es
la poesía más que el habitar un tercero presente en su exclusión, excluido en
su presencia? Este habitar es un morar poético en un lenguaje sangrante,
desgarrado. La palabra espejada en el vacío, se hace vacío para no retornar; no
es la palabra la que crea, sino el vacío que la habita en su interior. Sólo en
esta experiencia escribiente, que encuentra en la crudeza del signo desnudo su
revés, halla la poesía su posibilidad.
Sin embargo, ¿es nuestro habitar un
habitar poético? Esta, nuestra experiencia de la escritura, ¿se halla abierta a
un pensar el tercero excluido? El impulso a la escritura, esa energía pujante
desde la palabra y hacia ella, la necesidad de escribir como ejercicio de sí,
escapa de la tinta fluyente para ser simplemente pulso, un envío,
la orden para efectuar su misma traducción.
¿Y qué es la escritura sino la
traducción del impulso primero de vivir? La traducción: imposición de un logos
a otro logos, informa(tiza)ción y deformación en vistas a una transformación. La palabra se
entreteje en la escritura, ocultando su revés, y señalándolo, texturando un
entramado de relaciones: un texto. Y sin embargo esta escritura-pulso, traducción de traducciones, no es la
desgarrante experiencia de la palabra desencuadernada, librada a sí misma, sino
la de una palabra ofuscada y perdida, y en todo caso enredada.
Enmarañada en sí misma, la palabra se
enreda en las múltiples traducciones que la atraviesan y constituyen, enredar
que es tanto un guardar celoso (contener: net)
como un aguardar nuevas presas (cazar: web). La palabra en la red
es siempre un entre, un plexo de relaciones, pero también un en,
un adentro: un inter. La palabra en la red, un nodo; una de las
múltiples y potenciales relaciones que la integran. Red que deviene red de
redes (tan ancha como el mundo), haciendo del texto, hipertexto. Cada carácter
contendrá aquí no sólo la orden para su re-traducción, sino enlaces a otros
textos y a otras redes.
Enlaces, vínculos, relaciones: en la red la palabra es sus
relaciones, nexos que se encuentran en constante (re)creación, texturándose,
entramándose, y anulándose en lo que se advierte como una proliferación
agobiante y de tendencia infinita. La palabra, último bastión de un lenguaje
diverso y plurívoco, es desmembrada y desplazada hacia la codificación.
Entonces la net deviene web:
no son las redes del lenguaje las que nos apresan, sino las redes de la
traducción.
[1] La biblioteca borgiana se enfrenta a un problema
del cual podría escapar: es una biblioteca occidental, aún cuando no se exprese en ninguna lengua en
particular; por su órtosis, es una biblioteca latina.
[2] Blanchot Maurice, “Nietzsche y la escritura fragmentaria”, La ausencia de libro. Nietzsche y la escritura fragmentaria, Ediciones Caldén, Buenos Aires, 1973.
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