La
experiencia post-romántica de Nietzsche
y la posibilidad de conjurar una música
absoluta
De una "lectio" musical
El
13 de agosto de 1876, el Festspielhaus de Bayreuth acoge, no muy lejos uno de
otro, a dos personajes que constituirán, cada uno a su manera, una referencia
irrecusable para quienes en la posteridad aspiren a dilucidar la problemática
relación entre filosofía y música: hablamos de Richard Wagner y Friedrich
Nietzsche. Se trata del estreno de El oro
del Rhin como primera ópera de la renombrada tetralogía del compositor
alemán, intitulada El anillo del
Nibelungo. Wagner gesticula, en calidad de director, y da comienzo a la
música del preludio; Nietzsche, lúcido oyente, acaso se deje arrobar una última
vez ante el poder estremecedor de la música wagneriana.
Los
primeros compases se desarrollan sin modulación, basados en el acorde mayor de
mi bemol, en un constante y creciente movimiento que representa el eterno
discurrir de las aguas del Rhin, “el pensamiento acústico del principio de
todas las cosas: el elemento originario del agua en movimiento”[1].
Nietzsche nunca abandonará esta imagen, topos
del imaginario romántico; se manifiesta en ella una estrecha unión
simbólica entre música, agua y fundamento del mundo. Lo estremecedor del
preludio de El oro del Rhin radica en
la completa inmersión en un entramado sonoro que, sin el auxilio de formas
plásticas, pone al oyente en contacto directo con lo infinito. La música y el
agua (el río, las olas, el océano) son representaciones de la infinitud,
“imagen” del fundamentum metafísico.
Fluye la melodía como el líquido elemento, incansable, por toda la eternidad;
Wagner compone conmovido por la idea de una “melodía infinita”, reproducción de
aquello que al momento de comenzar ya viene sonando, y que al finalizar
continúa su marcha. Inagotables son también el movimiento, el contenido y el
ímpetu del océano, sofocante imagen mítica de lo inconmensurable, caótico y
trágico (da vida y soporte, pero a la vez arrastra y ahoga).
El
preludio de El oro del Rhin alberga
en sí la confianza en que el discurrir apabullante de las aguas primordiales
puede ser reproducido fielmente por el devenir sonoro de la música. Juega aquí
un papel central la creencia en una misteriosa y profunda afinidad entre música
y mundo; la música como ámbito privilegiado de una experiencia ontológica
fundamental. Las tempranas palabras de Nietzsche atestiguan esta valoración:
“la música toca directamente el corazón, puesto que es el verdadero lenguaje
universal que en todas partes se comprende”[2]. La
música alcanza el corazón del hombre y del mundo, logra una conexión entre el
abismo interior y el exterior, tiende un puente entre lo aparentemente más
distante. En tanto lenguaje, la música (siempre a través del prisma del
romanticismo) pone en relación los distintos sonidos con el fin de significar
algo exterior; la obra musical acabada resulta un entramado sonoro, un texto donde cada elemento es puesto en
una determinada relación con los demás.
Los
oyentes de Bayreuth encuentran en el preludio de El oro del Rhin un texto-música cuyo significado constituye, en una
relación semántica unívoca (aunque misteriosa) la verdadera realidad. Acuden a
una multitudinaria lectio musical en
la que se les otorga el privilegio del arrobador contacto íntimo con lo
verdadero. A fin de cuentas, una versión secularizada y estetizada de la Misa;
pero una estética de la copia, una mímesis de los grandes gestos, un
histrionismo patético que ama las grandes palabras – y nada más; histrionismo
que se cree auténtico, sagrado… Por donde se la mire, una escena cómica y
decadente. Así lo vio un Nietzsche ya maduro y desengañado: su experiencia
trágica devino comedia. El oro del Rhin
(y en general la tetralogía entera) es la última corriente sonora que arrastra
al joven Nietzsche hacia las cumbres del arrobamiento; tras la experiencia de
la empresa de Bayreuth, experimentará uno de los desencantos más grandes y
difíciles de su vida. Cesa el canto de las sirenas, la calidez de la cercanía
al seno materno se desvanece, aparece en su lugar la frialdad de una mirada a
la defensiva.
Hacia
la ruptura de Nietzsche con la tradición filosófica idealista y romántica se
dirige la problemática de la relación
entre una determinada concepción de la música y los presupuestos filosóficos
que la sustentan. Para el oído romántico, la música nos conduce hacia el
inefable corazón del mundo, el texto musical es el único susceptible de verdad.
Indudablemente predomina aquí un pensamiento de tipo metafísico, la tendencia a
suponer un último soporte para la existencia, envestido en los valores de
“verdad” y “eternidad”. Sólo remitiéndonos a la crisis plasmada en el
pensamiento de Nietzsche, podremos referirnos a una ruptura entre el
pensamiento de la música y la metafísica, con el fin de vislumbrar las
consecuencias que recaen sobre el arte sonoro tras el abandono de los
presupuestos románticos. La crisis mentada se da en la paulatina imposición de
una filosofía del devenir, en la que Nietzsche, en lugar de aniquilar el pensamiento
a partir del fundamento, lo aprecia desde la perspectiva de la contingencia
inherente al mundo heraclíteo: el soporte ya no es más un absoluto, queda
librado a la suerte del gran juego del mundo, a la posibilidad de nuevas
configuraciones dinámicas.
¿Qué
sucede cuando al texto-música se le quita el soporte metafísico que hasta
entonces lo legitimaba y le daba sentido? Cuando no hay lugar ya para la música de lo absoluto, ¿no será tiempo
de plantear entonces la posibilidad de una música
absoluta, un texto-música que ya no remita hacia el exterior, sino hacia el
interior del mismo entramado?[3]
[1] Safranski Rüdiger, Nietzsche. Biografía de su pensamiento, Barcelona, Tusquets, 2004, p. 97.
[2] Nietzsche Friedrich, El drama musical griego en El
nacimiento de la tragedia, Madrid, Alianza, 2005, p.
220.
[3] “Música de lo absoluto” y “música
absoluta” son empleados en el mismo sentido en que Mónica Cragnolini lo hace en
su Nietzsche, camino y demora.
2 comentarios:
mauro: Que interesante texto, quedo a la espera de su continuidad. Gracias.
Me alegro que te haya interesado petit (¿martín, matias?)! La segunda parte se está templando a fuego lento pero constante. Saludos!
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